martes, 11 de septiembre de 2007

Mi sueño de una noche de verano

Fue entonces cuando comprendió que la ciudad no estaba hecha para él.

Los árboles del pueblo habían sido sustituídos por farolas que hacían las veces de guardianes en la noche, nada escapaba a su control. Allí la brisa fresca caducó hacía ya años y el silencio, junto con la calma, fueron robados por un ladrón de guante blanco...quizás nunca existieron, pensó. Se abrochó el deshilachado botón de su rebeca de lana y cámara en mano trató de inmortalizar todo aquello de lo que se sentía un mero observador, un mirón, un curioso, no formaba parte del reparto de actores que era Madrid. Las mozas allí eran mujeres, las faldas...demasiado pequeñas y sus espectativas, al igual que sus ganas de comerse el mundo, demasiado grandes. A las pocas horas de haber dejado atrás la estación de Atocha el hambre hizo mella en él. Contaba con el poco dinero que había ganado trabajando para su tío en la granja, lo justo para sobrevivir un par de semanas mientras buscaba un modo de ganarse la vida...como si ésta fuera algo que se puede perder o ganar, algo que nunca nos llega a pertenecer del todo...

Madrugaba cada día en busca de su sueño. Ignoraba que detrás de los sueños no se corre, ellos son los que dan contigo...y tú, tú los haces realidad. Cada anochecer le parecía distinto. Acostumbrado a ver cada tarde ponerse el mismo sol tras el mismo campo de trigo en casa, allí cada puesta de sol tenía un color diferente. Había días en los que éste era oscuro, triste. Otros en los que reinaba un cielo rosado, que se degradaba de un extremo a otro del desolado paisaje de antenas y de males. Él saboreaba cada uno de ellos con la mirada perdida, ansioso de que un golpe de suerte se acostara con él esa noche y no lo abandonara nunca ante la gran ciudad.

Luis.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

los sueños los planteamos, pero después aparecen, nos golpean y nos reorganizan, para, por un momento, ser felices.

Unknown dijo...

A veces se pueden forzar un poquito.